miércoles, 26 de noviembre de 2008

Los dos viejos



Cuando la memoria conserva su vigor varios hombres conviven en uno… Cuando la memoria se debilita, empezamos a quedarnos solos…

Lichtenberg

Sentado estaba el anciano entre una parva de mugre, en una jaula bien camuflada de habitación. El meditabundo longevo se dormía en sus cavilaciones con los ojos abiertos. La cama imitaba bien la tristeza del hombre; igual lo hacían las sábanas turbias (que exhalaban una blancura pretérita), la taza con una infusión parda desparramada sobre las sábanas, la sucia camiseta blanca que lucía el viejo, su escabroso pellejo, el espeso sopor del ambiente aglutinado, el murmullo lejano y la voz de mujer que contenía el murmullo:

—Viejo… ¡Viejo!... ¿Dónde te metiste ahora? —preguntó, despaciosamente, la ya anciana Griselda.

Al oír esto, Jonás cerró la boca, que le había quedado abierta; lentamente pudo secarse la baba y el té de ruda de las mejillas para intentar hablar. Pero entre muecas rebuscadas y quejidos como de bebé, Jonás no logró articular ni una palabra. Medio siglo habían esparcido su vitalidad y la de su matrimonio por todo el barrio, y la ciudad reconocía en ellos a dos fundadores. Y ahora se buscaban en su casa de no más de sesenta metros cuadrados. Ella no ganaba más que una jubilación de enfermera; él tenía minados los músculos de la enfermedad de Parkinson.

Jonás, que había intentado pararse para ir hasta la puerta, cayó de la cama con la gracia de un maniquí; con el cuello, el tronco y las piernas encorvados, no conseguía sentirse cómodo. Sólo podía pensar. Pero sus pensamientos eran, para él, impronunciables. Creía que era mejor morirse en ese mismo instante, que ya se hastiaba de tanto dolor. Pero pensaba en Griselda, y entonces cargaba su boca con saliva para aplacar su sed y así reunir fuerzas y tomar el impulso de su brazo rígido, que intentaba rodear la cama para trepar… ¡No podía! Los muertos músculos de su cara no soportaban su vivo discurso desesperado; como si sus palabras, al llegar a la boca, hicieran estallar su lengua dejándolo mudo.

Pero a pesar de que estaban solos, sin los hijos, que los habían abandonado, en esa gran ciudad que ellos habían visto crecer desde que era un pueblo inadvertido; y a pesar también de que su hogar se deterioraba cada vez más, ellos igual seguían juntos.

La vejez es ese momento en que se deja de luchar. Pero don Jonás y doña Griselda seguían buscándose en el silencio. No se hallaban esas bocas que hacía medio siglo habían dado el “sí”; no se hallaban esos labios de besos recíprocos; no lograban estrecharse las manos furtivas, ni los ojos mirarse, ni extender (como antaño) las charlas matutinas hechas de miradas, y deambular entre las manos, largamente, el mate lavado que va de uno a otro, como las palabras.

Doña Griselda cargaba en sus manos un vaso con agua y una dosis de L-dopa, de cuya ingestión por Jonás le había asegurado al doctor que ella misma se encargaría, como experimentada enfermera. Jonás la oía sin poder responder.

—Viejo… Viejo… ¡Vamos, Jonás! ¿Sabés que ya es hora de tu medicina?

Jonás, impotente, sólo movía las mandíbulas como paladeando el aire. Entrecortados gemidos salían de su boca y se asfixiaban en el cuarto. Griselda, acarreando una sordera leve, no lo oía a pesar del silencio. Ella sufría de amnesia, y se olvidaba frecuentemente de que su marido estaba en el cuarto y precisaba ayuda para moverse. Y cada vez que ella se despertaba, muy temprano en la mañana, se dedicaba a sus plantas y casi no hacía otras cosas. La casa estaba muy sucia. Doña Griselda sólo recordaba que debía darle a cierta hora la dosis de L-dopa a Jonás. Pero siempre olvidaba la ubicación del viejo.


Y Griselda y Jonás continuaron su lucha. La ciudad, que tanto les debía, se encontró con ellos cuando el cajón ya archivaba sus cuerpos. Y es que, muchas veces, sólo la muerte hace que un hombre se acuerde de otro hombre.

“La comunidad llora la partida de estos seres impares, y tiene en ellos a sus padres” —pregona, frío, un epitafio.

El viaje


Al abuelo Fermín le apasionaba viajar de madrugada. Por eso llevaba siempre a alguien que de vez en cuando le tocara el hombro, para estar despierto y disfrutar el viaje.

(Antes de morir nos dijo que de vez en cuando le golpeáramos la piedra de su tumba.)

La otra condena

A Kafka… y su querido padre.

La tarde era simple: un sol inclinado hacia el poniente y en la sombra de los árboles pululaban hormigueros. Debajo de un hall, contra la pared musgosa, yo meditaba sollozando. Horas antes había discutido con mi padre. La casa estaba mustia. En ese momento, oí pasos; ya mi mente perseguía la idea de que mi padre viniera a pedirme disculpas, pero al arrimarse a la puerta dijo:

—Tomá tus bolsos y andate de mi casa.

Y al dejar los bolsos en el suelo lo oí murmurar: “¡Vergüenza, me causás vergüenza!”, y luego entró.

Me fui de casa, y como si mi padre lo hubiese tramado, al caminar por la vereda me fastidió el hormiguero.

Acudí a un amigo que ya sabía de mi problema, pero nadie salió a mi encuentro al golpear la puerta. Caminé hasta un parque, y sentado en un banco quería saber a dónde ir. De mi madre no supe desde que se separaron; sólo sé que viajó al extranjero.

Estiré mi mano hasta un pequeño cántaro que tenía a mi lado. Calmé un poco mi fiebre mojando mis puños y enjuagándome el rostro con avidez. Con el peso de mis bolsos en la espalda, empecé a caminar y pensaba: “Todos me miran al pasar y no sé si soy yo o todos están queriendo decirme algo. Pero mirando mejor creo que todos ven no mi rostro espectral, sino mis bolsos dilatados. Aquí traigo los pantalones largos que solían ser de mi padre cuando iban con mamá de visita a la casa de la abuela; traigo la colección de figuritas que me regaló el abuelo porque era ‘la primera cosa que mi papá no rompió de niño’; y las corbatas negras que el abuelo le regaló a mi padre y que éste regaló a un amigo y que yo recuperé de puro nostálgico y sentimentalista; y la colección de lápices Faber; y las fotografías de los viajes por el campo; y los asados del abuelo… ¿Cómo no iba a mirarme todo el mundo? ¿Cómo podría pasar desapercibido con este abultamiento de mi pasado en estos bolsos que ya parecían un tumor de pura tribulación? La gente supone que un lavado de cara puede conjurar la angustia de todo el cuerpo, pero olvida que el agua tiene también el poder de esparcir las arenas de las playas, regando de arena todo el distrito. Y ahora mi tormento era regado en mi total fisonomía como un efecto avalancha…”

Decidí, al fin, no avisar a nadie lo que pasaba. ¿Con qué sentido amargaría más mi vida recordando cosas infaustas sólo para oír consejos que no necesitaba? ¿Pues qué podían hacer mis amistades si no compadecerme?

Mi padre siempre me decía —las escasas veces que cruzábamos palabras— que yo merecía vivir el resto de mi vida como un condena. Ese viejo oscuro era un analfabeto, que odiaba los libros, las ciencias, la literatura, el arte. Decía que la educación era para mártires, ya que el que más se educa más puede comprender la adversidad que lo rodea. Él juraba que mi condena sería esa. Vivir martirizado por el mundo en que vivo. Ver lo que veo y mortificar mi alma.

Yo no respondía a sus amenazas.

Ahora vivo solo; conseguí un hogar alejado del bullicio. Cada vez que tomo un libro, recuerdo al viejo, y pienso estar jugando a la ruleta rusa. Enciendo el televisor y bulle de hipocresía. Salgo a la calle y no hay una sonrisa en los rostros. Camino y camino hasta el puente más cercano, me aferro a la baranda y…, no me atrevo… Regreso a casa un poco más aliviado. Sin darme cuenta golpeo la puerta, y otra vez… nadie sale a mi encuentro. Agito la cabeza en un ademán de resignación, y saco mis llaves del bolsillo. Me escondo en la habitación. Un cajón —lo sé— me oculta un revólver. Lo abro, tomo el arma, la cargo…, ya tengo en mi boca el frío del acero…, y no me animo…

El hombre de la sombra eterna

Cuentan los que saben que aquel hombre tenía tal consistencia en su masa corporal que resultaba difícil verlo esfumarse en la distancia.

Una mañana, un campesino lo vio partir hacia el horizonte. El sendero se extendía hacia el oeste, semejando un gran báculo que penetra el sol. El campesino miraba anonadado cómo caminaba aquel hombre sin parecer alejarse: sólo se percibían sus brazos balancearse, y aquellos pies que remedaban pasos en el aire. Y ese hombre —esa sombra de hombre— no se degradaba gradualmente en la lejanía.

Y el campesino estuvo así admirándolo, hasta que llegó la hora de regresar a sus faenas…

Muchos dicen que el sujeto de la sombra eterna había quedado solo en el mundo y para remediarlo concentró en su persona la existencia de todos cuantos lo acompañaron. Otros agregan que al caminar por el sendero sin desaparecer, llegó un momento en que su figura encontró el fin del camino, y se estampó en el horizonte perdiendo su forma habitual de hombre. Pero hay veces en que esa figura se desprende y vuelve caminando por el mismo sendereo, y los lugareños la confunden con un pariente lejano que regresa.

La degradación de Iván Ilich

Su angustia era inmensa.

Miró por el ojo de la cerradura. Afuera chispeaba una leve tormenta, que derribaba los muebles ahogando a todos los de su entorno.

Él, que había reconocido la pobreza de su existencia, la degradación de su cuerpo por efecto de la hipocresía y la mentira, comenzó a aborrecer su propia carne: su cabeza loca, su lado enfermo del tronco, sus piernas inservibles… Y ya no quiso verse pusilánime; por eso, al morir, abandonó el recinto con estrépito, para no asistir a la adulación de esa basura que otros llamarán cadáver…

Primigio o El Adán de la lengua

… Hace milenios, el Desierto Líbico contaba con una diminuta población. Estos individuos, de especto desconocido, no comprendían cuál era la causa por la que estaban allí. Conjeturaban largamente sobre los orígenes de su pequeño universo; pero se sentían desprovistos de algo que no podían describir. De algo inefable. Quisieron comunicarse entre ellos sobre los resultados de sus meditaciones individuales: efectuaban señas, movimientos faciales como el fruncimiento del cejo, ademanes como la agitación convulsiva de la mano, postura en arco (hacia abajo o hacia arriba) de la línea de la boca, y hasta daban saltos inconmensurables para que alguno del grupo procure atención a sus bosquejadas cosmogonías. Hasta que uno de ellos, digámosle Primigio, en su desesperación, logró exhalar desde la garganta un aliento tan enérgico que le vibraron los músculos de la glotis. El maravilloso resultado fue lo que hoy día, más indiferentes ante los grandes logros, llamamos Grito. Todos dirigieron la mirada hacia Primigio.

Primigio, exaltado por su gran descubrimiento, rondaba por la indistinta arena ostentando hermosos Gritos. Todos lo admiraban, lo tenían como un líder, y copiaban el grito de Primigio. Inventaron una señal para mostrarle su aprecio: la Reverencia, consistente en una profunda inclinación ante él. Durante la noche, Primigio acostumbraba reunir a los niños en un círculo para maravillarlos con su descubrimiento. Llamaron “aa” (onomatopeya del grito) a lo que hoy llamamos “reunión”. En una de estas reuniones, un miembro se hizo presente con un montón de leños en la mano, y al inclinarse ante Primigio se le cayeron los leños en el pie de éste. El líder, que había comenzado su exposición con una de sus mejores obras, cortó el frenético aliento que expulsaba su boca, apretando los labios, y luego los volvió a abrir sin dejar de Gritar. El resultado fue la ovación. Todos los niños se lanzaron sobre él; el hombre de los leños se fue corriendo a avisar a los demás, pues éste era un momento de júbilo que nadie podía dejar de ver. El grito se había convertido casi en lo que llamamos Palabra; todos intentaron copiar la nueva Obra de su líder; llamaron “aammaa” a ese sentimiento que nosotros llamamos “dolor”.

Desde entonces, en el Desierto Líbico se oyen alucinantes aammaas que son herencia irrenunciable de los aldeanos. Claro que estos fonemas se fueron acomodando a los tiempos de la lengua, a las jergas de los jóvenes, a las pronunciaciones de los gangosos, a la caligrafía de los escribas, a la modorra producto del clima, a las contingencias sociales, a las dinastías de los déspotas, a las maravillas del hombre, a las nuevas significaciones del arte, a la calidad de las tintas de imprenta, a las exigencias de la fe, a los corolarios de la pandemia, a las cosmogonías y filosofías vigentes, a la vida, a la muerte exigua, al mundo, a los astros, al todo, a la nada, al bien, al mal. Pero lo cierto es que a estos aldeanos sólo les basta con decir aammaa para dialogar, porque han condensado en esa expresión toda su historia, y encaminado su presente; aunque algunos científicos han asistido a “reuniones” de los ‘aammitas’ (tal el nombre de su tribu, y por extensión el de su lengua) y oído con asombro que su diálogo era absolutamente heterogéneo, pues aunque aún no hay traductores de su lengua, es evidente que cuentan con articulaciones fónicas distintas, unas de otras; es decir que no pareciera que, como lo antedicho, sólo usaran un vocablo (aammaa). Pero lo que en realidad se conjetura es que, merced a las variaciones de la lengua, los avatares históricos, etcétera, este pueblo ha tenido el mérito de derivar de un único vocablo todo su sistema lingüístico, lo que tuvo como magnánima consecuencia el conservar, literalmente, sus raíces, y no olvidar que hubo una vez un individuo de su civilización que ejercía la docencia y fomentaba el diálogo, antes que Sócrates, entre los hombres.



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ACLARACIÓN (INNECESARIA EN FICCIÓN):

No se trata de una postulación de una teoría acertada sobre el surgimiento de la lengua. Es solamente un juego literario, que me surgió leyendo la teoría de la palabra cuya base empírica es la observación de los gritos en una especie de monos.
Objeción adecuada, a mi parecer, serían las argumentaciones hechas por Vigotski en
Pensamiento y habla (Argentina, Colihue, 2007), donde entiende, citando a Sapir, a "la palabra no como símbolo de una percepción aislada, sino como símbolo de un concepto" (p. 21), y si se refiere al habla humana, lo hace siempre y cuando se la entienda "surgida de la necesidad de comunicación en el proceso de trabajo." (p. 20). Esto quiere decir que el lenguaje humano no pudo surgir de la experiencia individual del miembro de una tribu, sino que requiere de la observación de los caracteres que definen las distintas clases de objetos o entidades, para lograr una
generalización (p. 18 a 23) que nos lleve al concepto (la palabra).

Los muertos


Marcos y Fede se aborrecían. Marcos había muerto de sida. Fede no logró resistir la misma enfermedad; entonces, Marcos tomó a Fede del brazo y ambos salieron de sus tumbas, y el primero lanzó al segundo de un precipicio para que muera de distinta manera.