Cuando la memoria conserva su vigor varios hombres conviven en uno… Cuando la memoria se debilita, empezamos a quedarnos solos…
Lichtenberg
Sentado estaba el anciano entre una parva de mugre, en una jaula bien camuflada de habitación. El meditabundo longevo se dormía en sus cavilaciones con los ojos abiertos. La cama imitaba bien la tristeza del hombre; igual lo hacían las sábanas turbias (que exhalaban una blancura pretérita), la taza con una infusión parda desparramada sobre las sábanas, la sucia camiseta blanca que lucía el viejo, su escabroso pellejo, el espeso sopor del ambiente aglutinado, el murmullo lejano y la voz de mujer que contenía el murmullo:
—Viejo… ¡Viejo!... ¿Dónde te metiste ahora? —preguntó, despaciosamente, la ya anciana Griselda.
Al oír esto, Jonás cerró la boca, que le había quedado abierta; lentamente pudo secarse la baba y el té de ruda de las mejillas para intentar hablar. Pero entre muecas rebuscadas y quejidos como de bebé, Jonás no logró articular ni una palabra. Medio siglo habían esparcido su vitalidad y la de su matrimonio por todo el barrio, y la ciudad reconocía en ellos a dos fundadores. Y ahora se buscaban en su casa de no más de sesenta metros cuadrados. Ella no ganaba más que una jubilación de enfermera; él tenía minados los músculos de la enfermedad de Parkinson.
Jonás, que había intentado pararse para ir hasta la puerta, cayó de la cama con la gracia de un maniquí; con el cuello, el tronco y las piernas encorvados, no conseguía sentirse cómodo. Sólo podía pensar. Pero sus pensamientos eran, para él, impronunciables. Creía que era mejor morirse en ese mismo instante, que ya se hastiaba de tanto dolor. Pero pensaba en Griselda, y entonces cargaba su boca con saliva para aplacar su sed y así reunir fuerzas y tomar el impulso de su brazo rígido, que intentaba rodear la cama para trepar… ¡No podía! Los muertos músculos de su cara no soportaban su vivo discurso desesperado; como si sus palabras, al llegar a la boca, hicieran estallar su lengua dejándolo mudo.
Pero a pesar de que estaban solos, sin los hijos, que los habían abandonado, en esa gran ciudad que ellos habían visto crecer desde que era un pueblo inadvertido; y a pesar también de que su hogar se deterioraba cada vez más, ellos igual seguían juntos.
La vejez es ese momento en que se deja de luchar. Pero don Jonás y doña Griselda seguían buscándose en el silencio. No se hallaban esas bocas que hacía medio siglo habían dado el “sí”; no se hallaban esos labios de besos recíprocos; no lograban estrecharse las manos furtivas, ni los ojos mirarse, ni extender (como antaño) las charlas matutinas hechas de miradas, y deambular entre las manos, largamente, el mate lavado que va de uno a otro, como las palabras.
Doña Griselda cargaba en sus manos un vaso con agua y una dosis de L-dopa, de cuya ingestión por Jonás le había asegurado al doctor que ella misma se encargaría, como experimentada enfermera. Jonás la oía sin poder responder.
—Viejo… Viejo… ¡Vamos, Jonás! ¿Sabés que ya es hora de tu medicina?
Jonás, impotente, sólo movía las mandíbulas como paladeando el aire. Entrecortados gemidos salían de su boca y se asfixiaban en el cuarto. Griselda, acarreando una sordera leve, no lo oía a pesar del silencio. Ella sufría de amnesia, y se olvidaba frecuentemente de que su marido estaba en el cuarto y precisaba ayuda para moverse. Y cada vez que ella se despertaba, muy temprano en la mañana, se dedicaba a sus plantas y casi no hacía otras cosas. La casa estaba muy sucia. Doña Griselda sólo recordaba que debía darle a cierta hora la dosis de L-dopa a Jonás. Pero siempre olvidaba la ubicación del viejo.
Y Griselda y Jonás continuaron su lucha. La ciudad, que tanto les debía, se encontró con ellos cuando el cajón ya archivaba sus cuerpos. Y es que, muchas veces, sólo la muerte hace que un hombre se acuerde de otro hombre.
“La comunidad llora la partida de estos seres impares, y tiene en ellos a sus padres” —pregona, frío, un epitafio.
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