Su angustia era inmensa.
Miró por el ojo de la cerradura. Afuera chispeaba una leve tormenta, que derribaba los muebles ahogando a todos los de su entorno.
Él, que había reconocido la pobreza de su existencia, la degradación de su cuerpo por efecto de la hipocresía y la mentira, comenzó a aborrecer su propia carne: su cabeza loca, su lado enfermo del tronco, sus piernas inservibles… Y ya no quiso verse pusilánime; por eso, al morir, abandonó el recinto con estrépito, para no asistir a la adulación de esa basura que otros llamarán cadáver…
No hay comentarios:
Publicar un comentario