A Kafka… y su querido padre.
La tarde era simple: un sol inclinado hacia el poniente y en la sombra de los árboles pululaban hormigueros. Debajo de un hall, contra la pared musgosa, yo meditaba sollozando. Horas antes había discutido con mi padre. La casa estaba mustia. En ese momento, oí pasos; ya mi mente perseguía la idea de que mi padre viniera a pedirme disculpas, pero al arrimarse a la puerta dijo:
—Tomá tus bolsos y andate de mi casa.
Y al dejar los bolsos en el suelo lo oí murmurar: “¡Vergüenza, me causás vergüenza!”, y luego entró.
Me fui de casa, y como si mi padre lo hubiese tramado, al caminar por la vereda me fastidió el hormiguero.
Acudí a un amigo que ya sabía de mi problema, pero nadie salió a mi encuentro al golpear la puerta. Caminé hasta un parque, y sentado en un banco quería saber a dónde ir. De mi madre no supe desde que se separaron; sólo sé que viajó al extranjero.
Estiré mi mano hasta un pequeño cántaro que tenía a mi lado. Calmé un poco mi fiebre mojando mis puños y enjuagándome el rostro con avidez. Con el peso de mis bolsos en la espalda, empecé a caminar y pensaba: “Todos me miran al pasar y no sé si soy yo o todos están queriendo decirme algo. Pero mirando mejor creo que todos ven no mi rostro espectral, sino mis bolsos dilatados. Aquí traigo los pantalones largos que solían ser de mi padre cuando iban con mamá de visita a la casa de la abuela; traigo la colección de figuritas que me regaló el abuelo porque era ‘la primera cosa que mi papá no rompió de niño’; y las corbatas negras que el abuelo le regaló a mi padre y que éste regaló a un amigo y que yo recuperé de puro nostálgico y sentimentalista; y la colección de lápices Faber; y las fotografías de los viajes por el campo; y los asados del abuelo… ¿Cómo no iba a mirarme todo el mundo? ¿Cómo podría pasar desapercibido con este abultamiento de mi pasado en estos bolsos que ya parecían un tumor de pura tribulación? La gente supone que un lavado de cara puede conjurar la angustia de todo el cuerpo, pero olvida que el agua tiene también el poder de esparcir las arenas de las playas, regando de arena todo el distrito. Y ahora mi tormento era regado en mi total fisonomía como un efecto avalancha…”
Decidí, al fin, no avisar a nadie lo que pasaba. ¿Con qué sentido amargaría más mi vida recordando cosas infaustas sólo para oír consejos que no necesitaba? ¿Pues qué podían hacer mis amistades si no compadecerme?
Mi padre siempre me decía —las escasas veces que cruzábamos palabras— que yo merecía vivir el resto de mi vida como un condena. Ese viejo oscuro era un analfabeto, que odiaba los libros, las ciencias, la literatura, el arte. Decía que la educación era para mártires, ya que el que más se educa más puede comprender la adversidad que lo rodea. Él juraba que mi condena sería esa. Vivir martirizado por el mundo en que vivo. Ver lo que veo y mortificar mi alma.
Yo no respondía a sus amenazas.
Ahora vivo solo; conseguí un hogar alejado del bullicio. Cada vez que tomo un libro, recuerdo al viejo, y pienso estar jugando a la ruleta rusa. Enciendo el televisor y bulle de hipocresía. Salgo a la calle y no hay una sonrisa en los rostros. Camino y camino hasta el puente más cercano, me aferro a la baranda y…, no me atrevo… Regreso a casa un poco más aliviado. Sin darme cuenta golpeo la puerta, y otra vez… nadie sale a mi encuentro. Agito la cabeza en un ademán de resignación, y saco mis llaves del bolsillo. Me escondo en la habitación. Un cajón —lo sé— me oculta un revólver. Lo abro, tomo el arma, la cargo…, ya tengo en mi boca el frío del acero…, y no me animo…
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