miércoles, 26 de noviembre de 2008

Los dos viejos



Cuando la memoria conserva su vigor varios hombres conviven en uno… Cuando la memoria se debilita, empezamos a quedarnos solos…

Lichtenberg

Sentado estaba el anciano entre una parva de mugre, en una jaula bien camuflada de habitación. El meditabundo longevo se dormía en sus cavilaciones con los ojos abiertos. La cama imitaba bien la tristeza del hombre; igual lo hacían las sábanas turbias (que exhalaban una blancura pretérita), la taza con una infusión parda desparramada sobre las sábanas, la sucia camiseta blanca que lucía el viejo, su escabroso pellejo, el espeso sopor del ambiente aglutinado, el murmullo lejano y la voz de mujer que contenía el murmullo:

—Viejo… ¡Viejo!... ¿Dónde te metiste ahora? —preguntó, despaciosamente, la ya anciana Griselda.

Al oír esto, Jonás cerró la boca, que le había quedado abierta; lentamente pudo secarse la baba y el té de ruda de las mejillas para intentar hablar. Pero entre muecas rebuscadas y quejidos como de bebé, Jonás no logró articular ni una palabra. Medio siglo habían esparcido su vitalidad y la de su matrimonio por todo el barrio, y la ciudad reconocía en ellos a dos fundadores. Y ahora se buscaban en su casa de no más de sesenta metros cuadrados. Ella no ganaba más que una jubilación de enfermera; él tenía minados los músculos de la enfermedad de Parkinson.

Jonás, que había intentado pararse para ir hasta la puerta, cayó de la cama con la gracia de un maniquí; con el cuello, el tronco y las piernas encorvados, no conseguía sentirse cómodo. Sólo podía pensar. Pero sus pensamientos eran, para él, impronunciables. Creía que era mejor morirse en ese mismo instante, que ya se hastiaba de tanto dolor. Pero pensaba en Griselda, y entonces cargaba su boca con saliva para aplacar su sed y así reunir fuerzas y tomar el impulso de su brazo rígido, que intentaba rodear la cama para trepar… ¡No podía! Los muertos músculos de su cara no soportaban su vivo discurso desesperado; como si sus palabras, al llegar a la boca, hicieran estallar su lengua dejándolo mudo.

Pero a pesar de que estaban solos, sin los hijos, que los habían abandonado, en esa gran ciudad que ellos habían visto crecer desde que era un pueblo inadvertido; y a pesar también de que su hogar se deterioraba cada vez más, ellos igual seguían juntos.

La vejez es ese momento en que se deja de luchar. Pero don Jonás y doña Griselda seguían buscándose en el silencio. No se hallaban esas bocas que hacía medio siglo habían dado el “sí”; no se hallaban esos labios de besos recíprocos; no lograban estrecharse las manos furtivas, ni los ojos mirarse, ni extender (como antaño) las charlas matutinas hechas de miradas, y deambular entre las manos, largamente, el mate lavado que va de uno a otro, como las palabras.

Doña Griselda cargaba en sus manos un vaso con agua y una dosis de L-dopa, de cuya ingestión por Jonás le había asegurado al doctor que ella misma se encargaría, como experimentada enfermera. Jonás la oía sin poder responder.

—Viejo… Viejo… ¡Vamos, Jonás! ¿Sabés que ya es hora de tu medicina?

Jonás, impotente, sólo movía las mandíbulas como paladeando el aire. Entrecortados gemidos salían de su boca y se asfixiaban en el cuarto. Griselda, acarreando una sordera leve, no lo oía a pesar del silencio. Ella sufría de amnesia, y se olvidaba frecuentemente de que su marido estaba en el cuarto y precisaba ayuda para moverse. Y cada vez que ella se despertaba, muy temprano en la mañana, se dedicaba a sus plantas y casi no hacía otras cosas. La casa estaba muy sucia. Doña Griselda sólo recordaba que debía darle a cierta hora la dosis de L-dopa a Jonás. Pero siempre olvidaba la ubicación del viejo.


Y Griselda y Jonás continuaron su lucha. La ciudad, que tanto les debía, se encontró con ellos cuando el cajón ya archivaba sus cuerpos. Y es que, muchas veces, sólo la muerte hace que un hombre se acuerde de otro hombre.

“La comunidad llora la partida de estos seres impares, y tiene en ellos a sus padres” —pregona, frío, un epitafio.

El viaje


Al abuelo Fermín le apasionaba viajar de madrugada. Por eso llevaba siempre a alguien que de vez en cuando le tocara el hombro, para estar despierto y disfrutar el viaje.

(Antes de morir nos dijo que de vez en cuando le golpeáramos la piedra de su tumba.)

La otra condena

A Kafka… y su querido padre.

La tarde era simple: un sol inclinado hacia el poniente y en la sombra de los árboles pululaban hormigueros. Debajo de un hall, contra la pared musgosa, yo meditaba sollozando. Horas antes había discutido con mi padre. La casa estaba mustia. En ese momento, oí pasos; ya mi mente perseguía la idea de que mi padre viniera a pedirme disculpas, pero al arrimarse a la puerta dijo:

—Tomá tus bolsos y andate de mi casa.

Y al dejar los bolsos en el suelo lo oí murmurar: “¡Vergüenza, me causás vergüenza!”, y luego entró.

Me fui de casa, y como si mi padre lo hubiese tramado, al caminar por la vereda me fastidió el hormiguero.

Acudí a un amigo que ya sabía de mi problema, pero nadie salió a mi encuentro al golpear la puerta. Caminé hasta un parque, y sentado en un banco quería saber a dónde ir. De mi madre no supe desde que se separaron; sólo sé que viajó al extranjero.

Estiré mi mano hasta un pequeño cántaro que tenía a mi lado. Calmé un poco mi fiebre mojando mis puños y enjuagándome el rostro con avidez. Con el peso de mis bolsos en la espalda, empecé a caminar y pensaba: “Todos me miran al pasar y no sé si soy yo o todos están queriendo decirme algo. Pero mirando mejor creo que todos ven no mi rostro espectral, sino mis bolsos dilatados. Aquí traigo los pantalones largos que solían ser de mi padre cuando iban con mamá de visita a la casa de la abuela; traigo la colección de figuritas que me regaló el abuelo porque era ‘la primera cosa que mi papá no rompió de niño’; y las corbatas negras que el abuelo le regaló a mi padre y que éste regaló a un amigo y que yo recuperé de puro nostálgico y sentimentalista; y la colección de lápices Faber; y las fotografías de los viajes por el campo; y los asados del abuelo… ¿Cómo no iba a mirarme todo el mundo? ¿Cómo podría pasar desapercibido con este abultamiento de mi pasado en estos bolsos que ya parecían un tumor de pura tribulación? La gente supone que un lavado de cara puede conjurar la angustia de todo el cuerpo, pero olvida que el agua tiene también el poder de esparcir las arenas de las playas, regando de arena todo el distrito. Y ahora mi tormento era regado en mi total fisonomía como un efecto avalancha…”

Decidí, al fin, no avisar a nadie lo que pasaba. ¿Con qué sentido amargaría más mi vida recordando cosas infaustas sólo para oír consejos que no necesitaba? ¿Pues qué podían hacer mis amistades si no compadecerme?

Mi padre siempre me decía —las escasas veces que cruzábamos palabras— que yo merecía vivir el resto de mi vida como un condena. Ese viejo oscuro era un analfabeto, que odiaba los libros, las ciencias, la literatura, el arte. Decía que la educación era para mártires, ya que el que más se educa más puede comprender la adversidad que lo rodea. Él juraba que mi condena sería esa. Vivir martirizado por el mundo en que vivo. Ver lo que veo y mortificar mi alma.

Yo no respondía a sus amenazas.

Ahora vivo solo; conseguí un hogar alejado del bullicio. Cada vez que tomo un libro, recuerdo al viejo, y pienso estar jugando a la ruleta rusa. Enciendo el televisor y bulle de hipocresía. Salgo a la calle y no hay una sonrisa en los rostros. Camino y camino hasta el puente más cercano, me aferro a la baranda y…, no me atrevo… Regreso a casa un poco más aliviado. Sin darme cuenta golpeo la puerta, y otra vez… nadie sale a mi encuentro. Agito la cabeza en un ademán de resignación, y saco mis llaves del bolsillo. Me escondo en la habitación. Un cajón —lo sé— me oculta un revólver. Lo abro, tomo el arma, la cargo…, ya tengo en mi boca el frío del acero…, y no me animo…

El hombre de la sombra eterna

Cuentan los que saben que aquel hombre tenía tal consistencia en su masa corporal que resultaba difícil verlo esfumarse en la distancia.

Una mañana, un campesino lo vio partir hacia el horizonte. El sendero se extendía hacia el oeste, semejando un gran báculo que penetra el sol. El campesino miraba anonadado cómo caminaba aquel hombre sin parecer alejarse: sólo se percibían sus brazos balancearse, y aquellos pies que remedaban pasos en el aire. Y ese hombre —esa sombra de hombre— no se degradaba gradualmente en la lejanía.

Y el campesino estuvo así admirándolo, hasta que llegó la hora de regresar a sus faenas…

Muchos dicen que el sujeto de la sombra eterna había quedado solo en el mundo y para remediarlo concentró en su persona la existencia de todos cuantos lo acompañaron. Otros agregan que al caminar por el sendero sin desaparecer, llegó un momento en que su figura encontró el fin del camino, y se estampó en el horizonte perdiendo su forma habitual de hombre. Pero hay veces en que esa figura se desprende y vuelve caminando por el mismo sendereo, y los lugareños la confunden con un pariente lejano que regresa.

La degradación de Iván Ilich

Su angustia era inmensa.

Miró por el ojo de la cerradura. Afuera chispeaba una leve tormenta, que derribaba los muebles ahogando a todos los de su entorno.

Él, que había reconocido la pobreza de su existencia, la degradación de su cuerpo por efecto de la hipocresía y la mentira, comenzó a aborrecer su propia carne: su cabeza loca, su lado enfermo del tronco, sus piernas inservibles… Y ya no quiso verse pusilánime; por eso, al morir, abandonó el recinto con estrépito, para no asistir a la adulación de esa basura que otros llamarán cadáver…

Primigio o El Adán de la lengua

… Hace milenios, el Desierto Líbico contaba con una diminuta población. Estos individuos, de especto desconocido, no comprendían cuál era la causa por la que estaban allí. Conjeturaban largamente sobre los orígenes de su pequeño universo; pero se sentían desprovistos de algo que no podían describir. De algo inefable. Quisieron comunicarse entre ellos sobre los resultados de sus meditaciones individuales: efectuaban señas, movimientos faciales como el fruncimiento del cejo, ademanes como la agitación convulsiva de la mano, postura en arco (hacia abajo o hacia arriba) de la línea de la boca, y hasta daban saltos inconmensurables para que alguno del grupo procure atención a sus bosquejadas cosmogonías. Hasta que uno de ellos, digámosle Primigio, en su desesperación, logró exhalar desde la garganta un aliento tan enérgico que le vibraron los músculos de la glotis. El maravilloso resultado fue lo que hoy día, más indiferentes ante los grandes logros, llamamos Grito. Todos dirigieron la mirada hacia Primigio.

Primigio, exaltado por su gran descubrimiento, rondaba por la indistinta arena ostentando hermosos Gritos. Todos lo admiraban, lo tenían como un líder, y copiaban el grito de Primigio. Inventaron una señal para mostrarle su aprecio: la Reverencia, consistente en una profunda inclinación ante él. Durante la noche, Primigio acostumbraba reunir a los niños en un círculo para maravillarlos con su descubrimiento. Llamaron “aa” (onomatopeya del grito) a lo que hoy llamamos “reunión”. En una de estas reuniones, un miembro se hizo presente con un montón de leños en la mano, y al inclinarse ante Primigio se le cayeron los leños en el pie de éste. El líder, que había comenzado su exposición con una de sus mejores obras, cortó el frenético aliento que expulsaba su boca, apretando los labios, y luego los volvió a abrir sin dejar de Gritar. El resultado fue la ovación. Todos los niños se lanzaron sobre él; el hombre de los leños se fue corriendo a avisar a los demás, pues éste era un momento de júbilo que nadie podía dejar de ver. El grito se había convertido casi en lo que llamamos Palabra; todos intentaron copiar la nueva Obra de su líder; llamaron “aammaa” a ese sentimiento que nosotros llamamos “dolor”.

Desde entonces, en el Desierto Líbico se oyen alucinantes aammaas que son herencia irrenunciable de los aldeanos. Claro que estos fonemas se fueron acomodando a los tiempos de la lengua, a las jergas de los jóvenes, a las pronunciaciones de los gangosos, a la caligrafía de los escribas, a la modorra producto del clima, a las contingencias sociales, a las dinastías de los déspotas, a las maravillas del hombre, a las nuevas significaciones del arte, a la calidad de las tintas de imprenta, a las exigencias de la fe, a los corolarios de la pandemia, a las cosmogonías y filosofías vigentes, a la vida, a la muerte exigua, al mundo, a los astros, al todo, a la nada, al bien, al mal. Pero lo cierto es que a estos aldeanos sólo les basta con decir aammaa para dialogar, porque han condensado en esa expresión toda su historia, y encaminado su presente; aunque algunos científicos han asistido a “reuniones” de los ‘aammitas’ (tal el nombre de su tribu, y por extensión el de su lengua) y oído con asombro que su diálogo era absolutamente heterogéneo, pues aunque aún no hay traductores de su lengua, es evidente que cuentan con articulaciones fónicas distintas, unas de otras; es decir que no pareciera que, como lo antedicho, sólo usaran un vocablo (aammaa). Pero lo que en realidad se conjetura es que, merced a las variaciones de la lengua, los avatares históricos, etcétera, este pueblo ha tenido el mérito de derivar de un único vocablo todo su sistema lingüístico, lo que tuvo como magnánima consecuencia el conservar, literalmente, sus raíces, y no olvidar que hubo una vez un individuo de su civilización que ejercía la docencia y fomentaba el diálogo, antes que Sócrates, entre los hombres.



- - - - - - - - - - - - - - - -


ACLARACIÓN (INNECESARIA EN FICCIÓN):

No se trata de una postulación de una teoría acertada sobre el surgimiento de la lengua. Es solamente un juego literario, que me surgió leyendo la teoría de la palabra cuya base empírica es la observación de los gritos en una especie de monos.
Objeción adecuada, a mi parecer, serían las argumentaciones hechas por Vigotski en
Pensamiento y habla (Argentina, Colihue, 2007), donde entiende, citando a Sapir, a "la palabra no como símbolo de una percepción aislada, sino como símbolo de un concepto" (p. 21), y si se refiere al habla humana, lo hace siempre y cuando se la entienda "surgida de la necesidad de comunicación en el proceso de trabajo." (p. 20). Esto quiere decir que el lenguaje humano no pudo surgir de la experiencia individual del miembro de una tribu, sino que requiere de la observación de los caracteres que definen las distintas clases de objetos o entidades, para lograr una
generalización (p. 18 a 23) que nos lleve al concepto (la palabra).

Los muertos


Marcos y Fede se aborrecían. Marcos había muerto de sida. Fede no logró resistir la misma enfermedad; entonces, Marcos tomó a Fede del brazo y ambos salieron de sus tumbas, y el primero lanzó al segundo de un precipicio para que muera de distinta manera.

Un hombre gana un millón y se suicida


[En el primer párrafo se presenta el argumento —proporcionado por Chéjov— que luego no se desarrollará en todo el texto]


Un hombre va al casino. Gana un millón. Vuelve a su casa y se suicida.

Pero veamos que para suicidarse en su casa, primero tuvo que haber adquirido una casa. Y para adquirirla hace falta dinero, descontando la posibilidad remota de que este hombre fuese un ladrón, usurpador de casas, asesino de propietarios o martilleros públicos; o dueño de una inmoviliaria o de la bolsa de valores de Nueva York. Ahora, casi sin pensarlo demasiado, por simple inmediatez, caemos en la cuenta de que una casa, si es en Occidente, es una casa; pero si es en Oriente, se trata de otra cosa, de un templo, de un recinto para el cultivo del alma, de un engranaje en el conflictivo aparejo de la vida, de un reloj que mide los nanosegundos del cuerpo con vida; pero acá es distinto, una casa es una casa y se termina; vale por lo que ves no por lo que no ves. Mientras en Occidente una casa debe ser una casa, en Oriente es un médium. El materialismo de Occidente suele oponerse al idealismo oriental. La lucha hoy por hoy, aquí y ahora, es por la vivienda. Oriente es indescifrable: descalzarse frente a los dueños de casa es una grosería. El hombre de que hablamos no resistiría el animismo oriental; ergo: el hombre era occidental.

Para hacerse de la vivienda a la que vuelve y en la que se suicida, luego de haber ganado un millón en el casino, el hombre debía ser consciente de que en Occidente las casas se cotizan en euros. Tener una casa antes de hacerse millonario es, tal vez, con la ayuda de cálculos y probabilidades, una quimera. Pero pongamos por caso que la casa a la que el hombre vuelve luego de haber ganado un millón en el casino estaba de remate, porque otro pobre tipo no había podido pagar los impuestazos. Un amigo martillero, unos pocos billetes y me quedo con la casa. La casa del hombre que se suicida ya es suya. Pero si ya había tramado el suicidio deja de ser una casa; no es, como en Occidente, una casa para vivir, sino que es un simple soporte material para urdir quizá una venganza o una despedida: la casa es, así, médium, como en Oriente. Pero no es en Oriente donde el hombre se suicida, es en su casa; y si es en su casa debe ser en Occidente, porque sólo en Occidente hay casas, en Oriente hay barcos que te llevan hacia la plenitud del alma.

Ahora vemos que el hombre que se suicida en su casa, luego de haber ganado un millón en el casino, no puede ser un dueño de algún medio de producción, porque en ese caso su suicidio habría sido en Oriente, donde la muerte de un hombre es signo de que todo marcha sobre ruedas; y todo dueño de algún medio de producción siempre quiere ver marchar todo sobre ruedas. Un hombre suicidándose en su casa, luego de haber ganado un millón en el casino, es una escena occidental, donde la casa y el casino son las dos viviendas dignas para el capital financiero que especula desalojar a la gente simulando un suicidio.

Pero, en definitiva, el hombre que se suicida en su casa, luego de haber ganado un millón en el casino, ¿por qué se suicida?; ¿habrá entendido acaso que ganar un millón es ganar un millón de especulaciones en la bolsa de valores, y no habrá resistido tener que fragmentar su vida en las cuotas que le pagan los representantes de la sociedad?; ¿o tal vez comprendió que ganarse un millón es perderse un millón de ofertas posibles, lo cual lo vuelve un ente incapaz de solventarse a sí mismo con el trabajo que hace dignos a los hombres?

Sea como fuere, el hombre que se suicida en su casa, luego de haber ganado un millón en el casino, sea en Oriente u Occidente, es un afortunado.

Es una mujer en miniatura


Soy demasiado pequeña como para que un hombre me diga lo que tengo que hacer. Mi primo Coco no entiende eso, pero yo igual lo ayudo en su taller, le paso las herramientas para que él termine más rápido su trabajo y me lleve al tanque australiano a pescar mojarritas. Pero a mí siempre me gustó más estar con mi prima Tita, la hermana de Coco, aunque lo que me molesta es que me haga trabajar siendo que soy tan pequeña, además ella también es mujer, y en entonces ya no me gusta tanto, porque me hace ayudarla en la cocina, como que las mujeres están para eso y no para otras cosas, como decía mi tío Ángel, que es un idiota, nunca será como mi tío Nicolás, que es más divertido y no anda siempre con la cara torcida, como tío Ángel. Pero prima Tita es diferente, pero igual hay cosas que no me gustan, como eso de cocinar siempre ella y hacerme cocinar a mí; primo Coco será todo lo mandón que es pero al menos no tiene problema en pedirme cosas de hombres, sin importarle que yo soy una mujer, como prima Tita, que lo único que hace es estar en la cocina, aburrida, preparando el almuerzo para los peones, para hombres… A mí me gusta estar con Coco para cazar mojarritas y ensuciarme las manos con la grasa de los autos, que es muy suave, muy pegajosa, además tiene un olor que no me hace mal, como a mi prima Tita, que es una fina, y lo único que hace es cocinar y cocinar. Yo seré todo lo mujer (o mujer en miniatura, como me dice el tío Nicolás), pero no quiero tener que hacerle la comida a los peones, la hacienda tiene que tener sus cocineros, hombres y mueres, que le hagan las comidas a los peones. Por eso Tita me da un poco de lástima, aunque yo también hago lo mismo, yo también tengo que cocinar para esos hombres porque Tita me lo pide, y yo no le digo que no porque en el fondo la quiero mucho, aunque nunca me lleva a cazar animalitos, a esas aventuras buenísimas que me lleva Coco. Tita es muy de dejarse dar órdenes, y yo no quiero ser así cuando se grande; yo quiero ser como mi primo Coco, que me lleva a pescar al australiano, y me lleva al monte a cazar animalitos, a juntar maderitas para el fuego, y a hacer una carpa, y a dormir en medio del todo negro lugar a donde me lleva siempre, todos los fines de semana, y se acuesta al lado mío y me cuenta cosas que hace con sus novias, y me pregunta que si yo tengo y yo digo que no, porque mi primo Coco no quiere que ande con otros hombres, y por eso me lleva al todo negro y solo monte para que durmamos y él me proteja y me cuente cosas, y no como Tita que siempre anda diciendo que los hombres son todos unos atrevidos y que a la noche las niñas no deben andar en la oscuridad…

Alegoría de los hombres de la pelota de goma


El mundo es un escenario pero los papeles están mal repartidos.

Oscar Wilde


Sobre la pelota de goma, una trenza de hombres jugaba al equilibrista. Uno de ellos sugirió que, si no se reproducían, permanecerían allí arriba durante años. Eso cayó como un dogma. Ni el cansancio los distrajo, ni la carencia los animó a entregarse a los placeres carnales. Era preciso quedarse rígidos para que la pila no cayera; por lo tanto, debieron no hablar, e idearon un modo para hablar a lo eterno, para no dejar marcas en el tiempo. Pensaban en silencio, hablaban con sus entrañas: algún estómago calamitoso crujió de hambre, lo que incorporó entre los hombres la dicha de decir cosas con sus vientres. A falta de palabras, apremiaba el deber de contar con sonidos, con no-silencios que despejaran la memoria y el sopor de las lágrimas desvariadas. Expresaron sus pensamientos, e inventaron el arte de hablar con el hígado; decir que sí con un condescendiente suspiro del páncreas, murmurar un numeroso te quiero con el repiqueteo de riñones, ejercer la demagogia con la despótica voz del estómago, aprobar un dictamen enredando los intestinos no sin sorna. Algunos preferían el tierno seseo del corazón, al atrevido dequeísmo de la bilis. No faltaba el depravado que aullara herejías con los sardónicos pulmones, ni hombre tan puritano como para no envidiarle la bilirrubina a su prójimo. Los más ascetas, hundían el ombligo hasta el otro lado del estómago como señal de sacrificio, y los charlatanes llamaban la atención con escatologías amarillistas.

Los rostros de los espectadores estaban como distantes. En sus banquetas se dormían las criaturas o babeaban los borrachos. Era preciso que algo magnánimo y superlativo ocurriera en la sala. El acomodador se paseaba con luz entre las manos; nadie no dejaba de comentar lo aburrido del espectáculo. En ese momento, en el escenario, la pelota de goma cedió ante el peso hueco del Hambre; los equilibristas cayeron: ¿Era su desconcierto o el ensueño? No supieron qué fue esa ventisca de terror que los derribó; la pelota de goma salió disparada haciendo cabriolas endemoniadas; los equilibristas se mostraron perplejos por un instante, pero luego se pusieron de pie, se tomaron de las manos y en amplia cuerda humana saludaron a los espectadores de las plateas. Entre estos estalló un aplauso sordo, como con vahído…

El acomodador encendió todas las luces del teatro. Los espectadores corrieron al escenario. Y todos, tomados de la mano y en amplia cuerda humana, se despidieron con una inclinación de artistas. Y el grito del acomodador resonó entre las butacas y en el escenario colmado de humanidad:

—¡Terminó la función! —dijo, y todos se retiraron…

Vuelvo a casa


He atisbado alguna vez la llanura; y en la llanura, las cosechas; y en las cosechas, las rentas burguesas; y en éstas, la compra de una casa confortable; en ésta, un claro rumor de hogar; y en el hogar, el grito reprochador de una madre; y en ese grito, los niños jugando con incuria; y en el juego, las correteadas por el campo; y en el campo… la llanura con cosechas…

Narcisismo especular o El otro lado


Yo observaba a ese hombre cabizbajo. Vanamente quería deletrear lo que él escribía con el índice en la ventana empañada con su aliento, o con la escarcha, cuando tratábamos de hacer contacto. Desde el accidente que tulló mi pierna izquierda, yo sólo me he dedicado a mi cuarto, solitario, en coloquio sólo conmigo he aprendido a formar mi propia bóveda de valores, mi propio universo paralelo a todo, y a todos. Algo me ha confiado la tarea de formar en mi persona ese Superhombre desligado del lazo ancestral que nos ata a las masas, que no nos permite ser auténticos, porque... somos (literalmente somos).

Y así me abandonó la juventud. Así me quedó la costumbre de soñar, en mi adultez, soñar conmigo y mis proyectos. Así en mi casa como en mi cuarto; en la perplejidad y la incapacidad, estaré siempre atado a esta silla. Pero tengo todo. No faltará pábulo para mi existencia: un plato de caldo cada día, un buen libro que enviaré a comprar el jueves. ¿Personas…?, no las necesita mi soledad; además, me temen, y cada vez que ven este rostro verrugoso, cabellos cortados con estas manos añejas y una cintura de la que cuelga sólo una pierna, simplemente se alejan, o se disculpan de no poder permanecer más tiempo en mi habitación.

En el otro lado me mira ese hombre. Yo lo observo (lo venero) desde mi ventana; una y otra vez trato de imitarlo, invariablemente lo logro, porque la equidistancia que nos separa en realidad nos une y enaltece, pues aquél es mi fiel reflejo...

Los lobos

Los lobos se distribuyen magistralmente las jerarquías; se reparten las funciones durante la cacería, y cada lobo sabe cuál debe ser su ubicación estratégica y en qué momento asestar el golpe final para derribar a la presa.

Es extraño que una sociedad tan bien organizada para alimentarse no emplee algo de tiempo para formar una leyenda según la cual les sea factible convertirse en hombres.

El prisionero y la Puerta

Yo estaba en mi celda escribiendo poemas e himnos. De repente, una puerta se abrió en mi desolada prisión y un quejido amargo cubrió todo el ambiente. Del otro lado de la puerta habló la Muerte, con una voz que parecía una maquinaria industrial:

—Hola, Prisionero. Me encomendaron informarte que Tu Libertad se acerca.

—Pero ¿por qué Mi Libertad está en boca de Mi Muerte?

—Porque si atravesás esta puerta podrás ser libre: de este lado de la puerta hay un Laberinto Imposible semejante a tu Alma, que sólo vos sabrás recorrer para encontrar Tu Libertad. Ese Laberinto contiene una Puerta, cuando la encontrés abrila y verás una luz que te cegará, y sólo podrás ver una pequeña piedra con diminutas Fieras Impúdicas Acechándote, porque en ese instante, una fuerza extraña te perderá en un bosque, con pantanos atestados de cólera donde esas Fieras Impúdicas te acecharán: ese bosque está dentro de la piedra diminuta.

—¿Qué debo hacer ahora? —dije ingenuamente.

—Tenés que Salvarte y Te Librarás.

Y la puerta se cerró. En el umbral había un mensaje:

Yo abrí la Puerta para que sepas exactamente lo que hay.

Ahora tenés la Libertad de abrirla.